Ejército y Armada: víctimas sin derechos

Para partidos como Morena y agrupaciones civiles que dicen defender a las víctimas, los derechos humanos sólo deben defenderse y ser reclamados cuando el agredido forma parte de sus simpatías ideológicas.

Es decir, para quienes han hecho de la defensa de los derechos humanos una industria política y también, sin duda, económica, no todos los hombres y mujeres de este país son iguales.

Los hay de primera y de quinta. Aunque, también, “de la última”.

Quienes creen tener el monopolio de la democracia y la libertad, los que dicen abanderar la lucha por la justicia y la igualdad, son los mismos que asesinan el derecho de otros a ser reivindicados.

La masacre perpetrada por la delincuencia organizada el pasado 30 de septiembre en Culiacán, Sinaloa, contra un convoy militar que transportaba un herido, y que dejó un saldo de cinco soldados muertos, obliga a hacer ciertos señalamientos.

El primero de ellos tiene que ver con la tardanza y ambigüedad con que la Comisión Nacional de los Derechos Humanos condenó un acto que sólo puede ser equiparado a la barbarie.

Aquí cabe preguntar si para la CNDH los soldados, por el simple hecho de ser militares, no son seres humanos, y si por esa misma razón no merecen ser protegidos, defendidos o cuando menos considerados.

La ausencia de una condena clara y contundente en contra de ese crimen nos dejó preocupados a muchos mexicanos porque dio pie a pensar que una institución que, por su naturaleza, debe ser absolutamente neutral cae en graves omisiones y posiciones injustas para no ofender o molestar —ni con el pétalo de una rosa— a los enemigos de las Fuerzas Armadas.

Para no ir en contra, también, de lo que el fanatismo de ciertas ONG considera como lo “políticamente correcto”. Aunque lo “políticamente correcto” tenga que ver con una actitud de mezquindad que contradice los principios fundamentales del derecho humano.

Este escenario de injusticia y tergiversación en la aplicación de la ley coincidió con el suicidio del escritor Luis González de Alba y con lo que el periodista Francisco Garfias, del periódico Excélsior, llamó la última batalla de un intelectual de izquierda que —desde la izquierda— combatió los dogmas y la doble moral de un progresismo hipócrita.

González de Alba había propuesto, desde hace tiempo, que se entregara la medalla Belisario Domínguez a Gonzalo Rivas. A ese héroe anónimo que murió, entre las llamas, cuando los normalistas de Ayotzinapa incendiaron impunemente la gasolinera ubicada en la caseta de la Autopista México-Chilpancingo.

Nadie, ni siquiera quienes hoy abanderan la defensa de los 43 normalistas desparecidos, se tomó la molestia de reivindicar su brutal final; seguramente por tratarse de alguien que sólo alcanzaba a tener estatus de “escarabajo” dado que no pertenecía a Morena, a la CETEG o a la misma normal de Ayotzinapa.

Gonzalo Rivas , un sencillo y humilde despachador de gasolina, no era, ni es —para la elite que hoy decide quién sí y quién no tiene derechos humanos— merecedor de algún tipo de defensa u homenaje.

La barbarie de Sinaloa es la gota que derramó la indignación —muy justa y legítima— de las Fuerzas Armadas. Muy justa porque los militares deben estar hartos de que se les escatimen méritos por temor a recibir la descalificación de la izquierda vociferante.

Son obligados a salir a las calles a perseguir delincuentes cuando no son policía y no les corresponde la seguridad pública.

Los hacen combatir delincuencia organizada cuando su naturaleza, entrenamiento y facultad constitucional es otra.

Están en las carreteras, en los municipios y retenes para sustituir a una policía ineficaz y corrupta.

Los mandan a enfrentarse a grupos delincuenciales que utilizan armas de alto poder cuando ellos, soldados y marinos, no pueden utilizarlas por estar sujetos a restricciones legales.

Y lo que es peor: cuando cumplen con su deber son sancionados por un juez y por las ONG que los acusan de violar los derechos humanos de los criminales.

La ambigüedad y contradicciones en las que operan las Fuerzas Armadas mexicanas no sólo es injusta sino peligrosa. La carencia de un marco jurídico que precise cómo, cuándo y dónde deben actuar, las coloca en desventaja frente a la delincuencia. Les causa muertos, desaliento y deserción.

El Ejército y la Armada de México son víctimas… sin derechos.