La Esperanza en el Olvido
POR: JORGE ARAGÓN
En el corazón de Los Mochis, donde los bulevares se entrelazan como las historias de vida que cruzan cada día sus caminos, la escena se desarrolla ante los ojos de quienes, cegados por la rutina, eligen no ver. Guillermo Juárez, un fotoperiodista con un ojo agudo para la realidad, se detuvo un momento, dejando el peso de su cámara soltar una imagen que habla más que mil palabras.
Un niño, no mayor de diez años, se encuentra en la intersección, su rostro marcado por el polvo de las calles y la tristeza de un mundo que parece haberle dado la espalda. Con un sombrero desgastado y una mirada que oscila entre la resignación y la esperanza, busca vender dulces, lo único que tiene para ofrecer en un esfuerzo por contribuir a su hogar. La gente pasa, apurada, sumida en sus propios problemas, mientras su sonrisa tímida intenta captar la atención de algún alma generosa.
El sol, bajo en el horizonte, tiñe el cielo de tonos ámbar, reflejando la calidez que deberíamos ofrecer a quienes menos tienen. En estos días cercanos a Navidad, la alegría se siente en el aire, pero para este niño, la felicidad se torna un lujo inalcanzable. A medida que los vehículos se detienen, la cacofonía de claxon y motores se mezcla con el murmullo de los sueños truncos de muchos otros como él.
En un rincón de la ciudad, familias empiezan a planear celebraciones, con mesas decoradas y villancicos sonando en el fondo. Sin embargo, esta escena dista mucho de la vida que lleva el pequeño en el crucero. Abandonado a su suerte, el joven vendedor sigue esperando, con la esperanza de que hoy al menos algún niño le compre un dulce, que no es solo una golosina, sino una súplica de compañía y un pequeño alivio a su lucha diaria.
“Todos merecemos un motivo para sonreír”, dice el niño en voz baja, como si el viento pudiera llevar sus palabras hasta los oídos de aquellos que cruzan su camino. En esa esquina, su vida se convierte en un reflejo de la desigualdad palpable, un recordatorio de las oportunidades que brillan por su ausencia.
Así que en estas vísperas de Navidad, cuando el consumismo está en su apogeo, pensemos en aquellos que no tienen la misma fortuna, en esos niños que solo piden un momento de calidez, una sonrisa, un gesto de compasión. La invitación es clara: hagamos felices a esos niños, no solo con un dulce, sino con la certeza de que no están solos en esta lucha, que su vida es valiosa y que sus sueños, aunque lejanos, pueden ser alcanzados.
**Que cada cruce en nuestra comunidad sirva como un recordatorio de la humanidad que compartimos.**