Una madre, tres hijas, y un país que siguió como si nada

No podemos seguir contando muertas como si fueran números en una libreta que nadie revisa. Cada nombre, cada vida, es un grito que debe atravesarnos el pecho, un eco que no se apaga.
En México, la violencia contra las mujeres ya no sorprende. Nos duele, sí, pero con una mezcla amarga de resignación. La indignación se apaga rápido, sustituida por el miedo, la costumbre o el cansancio de vivir en un país donde ser mujer implica caminar siempre con una alerta encendida.
La semana pasada, en Hermosillo, fue asesinada una mujer de 28 años. Un día después, aparecieron los cuerpos de sus hijas: dos gemelas de 11 años y una niña de 9. Cuatro vidas arrebatadas con brutalidad. Cuatro nombres que, probablemente, pronto dejarán de ocupar titulares para convertirse en una más de las estadísticas que se acumulan sin consecuencia.
No hay consuelo posible ante un crimen así. Pero lo verdaderamente alarmante es que esto ya no paraliza al país. No detiene la agenda pública. No convoca cadenas nacionales, ni reuniones urgentes de gabinete, ni movilizaciones institucionales a la altura de la tragedia. Solo hay silencio. Un silencio que no es respeto: es complicidad.
Lo que ocurrió en Hermosillo no es un caso aislado. Es parte de una realidad que hemos venido normalizando peligrosamente. Cada día, más de diez mujeres son asesinadas en México. Cada día, hay madres, hijas, hermanas, amigas que desaparecen sin dejar rastro. Y cada día, el Estado llega tarde, llega mal o simplemente no llega.
Nos han querido convencer de que estas muertes ocurren por cuestiones personales, por relaciones tóxicas, por decisiones individuales. Pero no. Esto no tiene nada de privado. Es un problema público, estructural y profundamente político. Es el resultado de un sistema que abandona, que posterga, que minimiza. De instituciones que no investigan, que no protegen, que no creen. De una sociedad que aún se pregunta qué hizo la víctima, en lugar de exigirle cuentas al agresor.
La violencia feminicida no se combate con discursos cada 8 de marzo, ni con spots que hablan de “cero tolerancia” mientras se recortan presupuestos a refugios y a programas de atención integral. Se combate con acciones, con justicia, con voluntad real de transformar desde la raíz una cultura que sigue considerando a las mujeres como desechables, como culpables, como objetos de control y castigo.
El asesinato de esta madre y sus tres hijas debería dolernos a todas y a todos. Debería sacudirnos como sociedad. Porque si un crimen así no es capaz de encender todas las alarmas, entonces algo se rompió hace mucho… y no lo hemos querido reconocer.
Hoy escribo con rabia, con impotencia y con profunda tristeza. Pero también con la convicción de que no podemos quedarnos calladas. Que nombrarlas es apenas el primer paso. Que la memoria de estas niñas y su madre no puede quedar en el olvido ni en el archivo de un caso más.
Porque mientras en este país ser mujer siga siendo un riesgo, nada está resuelto. Y mientras sigamos preguntándonos “¿cuántas más?”, quiere decir que seguimos fallando. Todos.
La madre y sus tres hijas de Hermosillo no son un caso más; son la herida abierta de un país que ha aprendido a mirar para otro lado. Pero no podemos permitirlo. Nombrarlas no basta: hay que alzar la voz hasta que el silencio cómplice se quiebre, hasta que la justicia deje de ser una promesa vacía y el dolor de ser mujer en México deje de ser una sentencia.