Morena: entre la refundación o el epitafio

Ya paso más de un año que concluyó el ciclo electoral de 2024, y aunque Morena conserva la presidencia con la primera mujer como titular del Poder Ejecutivo Federal en la figura de Claudia Sheinbaum Pardo y la mayoría de los espacios clave de poder, su verdadera batalla ya no está en las urnas, sino en su interior.
Lejos de la euforia que los llevó a arrasar en 2018, con la llegada de Andrés Manuel López Obrador al poder, el partido enfrenta hoy una lenta erosión que ni la retórica triunfalista ni los recientes cambios a sus estatutos, este 2025, pueden ocultar.
Los cambios estatutarios llegan justo a un año de lograr, por segunda vez consecutiva, obtener la Presidencia de México para Morena.
Los llamados a refundar Morena han sido recurrentes, pero esta vez el contexto es distinto.
Lo que está en juego no es solo la sobrevivencia de un partido, sino la continuidad de un proyecto que prometió transformar al país desde sus raíces.
Sin embargo, los cambios estatutarios aprobados recientemente —con promesas de ciudadanizar, erradicar el nepotismo y abrir cauces democráticos— llegan tarde y huelen a simulacro.
Algo pasa que nadie quiere ver ni creer.
Incluso dejando de lado en este análisis la guerra comercial de Donald Trump y el delicado fenómeno del narcotráfico y la lacerante violencia que lastima a todo México, Morena -que ha logrado llevar a sus filas incluso a opositores- está pasando por una etapa de crisis. Una crisis no reconocida, pero existencial.
Recuerdo cuando desde el mismo PRI, desde 2016, un dirigente nacional dijo que libraría la madre de todas las batallas en 2018 y, anticipándose, vislumbró lo que pasaría, aunque de palabra su discurso fue distante a lo que realmente pensaba. Prometió triunfos cuando sabía que perderían todo, incluso la Presidencia de México.
Hoy Morena, con un aura de invencible, cambia sus estatutos para fortalecerse en el imaginario colectivo, pero está lejos del clímax todopoderoso con el que arrasó en 2018. Su andar hacia 2030 no se ve nada bien. Quien crea que la marca sigue firme está equivocado porque su imagen está erosionada, aun a los ojos del pueblo fiel que todo le perdona a quienes portan el color guinda.
Es inocente creer que las mentiras son infalibles. Es cierto que en la reforma estatutaria se plantea combatir el nepotismo… pero a partir de 2027. Una medida que parece más una tregua para seguir colocando leales que un compromiso real con la ética política.
Se habla de democracia interna mientras las decisiones más relevantes siguen concentradas en cúpulas cerradas, dominadas por grupos de poder que se reparten candidaturas, recursos y dirigencias como si el partido fuera una empresa familiar.
Morena se enfrenta a un periodo crucial de aquí al 2030, cuando se renovará la Presidencia de la República. No es prematuro hacer este análisis porque el futuro de México está en juego en este preciso momento. De las decisiones actuales dependerán los hechos que marcarán la historia de México en su futuro inmediato.
Para entonces, o habrá consolidado una estructura política verdaderamente ciudadana, abierta y transparente, o habrá reproducido —con nuevos nombres— los vicios del viejo régimen priista que juró enterrar, y los modelos panistas que no ha dejado de criticar. Ver la paja en el ojo ajeno sin ver la viga en el propio, tarde o temprano traerá el desgaste natural que derrumbe un partido que nunca logró amalgamar la personalidad de una militancia propia, sino que se ha alimentado de resentidos y oportunistas que han dejado otros colores.
El riesgo es claro: que la maquinaria electoral que los llevó a la victoria se oxide por dentro antes de tiempo.
Por tal motivo, Claudia Sheinbaum Pardo, la figura presidencial que encabeza el gobierno morenista en este sexenio, tendrá que lidiar con una base que ya no responde con el mismo fervor, con una militancia dividida entre el desencanto y la lealtad incondicional, y con una ciudadanía que observa cómo Morena se ha burocratizado, centralizado y distanciado del espíritu que lo fundó.
Además, sea como sea, ella no es AMLO, y tal parece que la sombra de AMLO, su hijo Andy y su amigo tabasqueño Adán, han representado un lastre para la mandataria, así como quienes más que morenistas, son amloístas. Así vemos, en ocasiones, a una presidenta solitaria.
Por si fuera poco, culturalmente, Morena también atraviesa una fase de transformación peligrosa. Dejó de ser un movimiento para convertirse en un aparato. La mística del “pueblo bueno” y de la regeneración moral comienza a sonar hueca frente a los escándalos, el reciclaje de cuadros, y la falta de autocrítica. Se ha instalado una lógica de conservación del poder, más que de renovación ética.
Otro factor es la lucha por el poder en una disputa interna donde grupos de Morena pelean contra grupos de Morena de manera encarnizada en diferentes escenarios de la política nacional, por regiones, por estados, por municipios.
A estas alturas, lo que está en juego no es solo un partido, sino una lección histórica: ningún proyecto sobrevive si no se reinventa con profundidad. Los estatutos podrán modificarse, pero si no se modifica la cultura política interna, la ruta hacia el 2030 puede ser menos una marcha victoriosa que una larga cuesta abajo.
Morena está a tiempo de escribir su segunda etapa con grandeza, pero eso exige más que asambleas y documentos: requiere abrir el partido, romper los círculos cerrados, escuchar desde abajo, y, sobre todo, tener el valor de romper con quienes ya han hecho del poder una propiedad personal. Si no lo hace, entonces sí, vendrá el epitafio que hoy muchos prefieren no leer en voz alta y que incluso no creen que suceda en el corto plazo. No obstante, en política todo es posible y nadie puede asegurar que el poder se conserve con la hegemonía y el control de los Poderes del Estado cuando la voluntad popular decida lo contrario.
Porque en política no hay refundación sin ruptura, y no hay transformación sin sacrificio. El dilema está planteado: recomposición real o declive anunciado.