El otro lado del convoy

De regreso a casa, me encontré con un convoy de la Secretaría de Seguridad Pública y Protección Ciudadana, en esta ciudad donde toda la ciudadanía duerme y respira distinto: con silencios, pero no paz. Me detuve y me tomé el atrevimiento de platicar con uno de los elementos, de esos que suelen pasar desapercibidos detrás del uniforme, el chaleco y las luces rojas de una torreta de una patrulla que iluminan la noche.

Le pregunté lo que casi nunca se pregunta: cuánto gana, qué siente estar en Sinaloa trabajando en esta ola de violencia que sigue marcando la memoria colectiva. Con voz baja me dijo que su sueldo oscila entre 10 y 11 mil pesos por quincena. Lo escuché desglosar su vida en números: tres hijos, dos en universidad, uno en la preparatoria. Una casa que pagar, gastos de estar destacado en Culiacán, cuentas que se acumulan sin preguntar si hay operativo o no. Y al final, lo que puede mandar a su familia son 6 mil 500 pesos. Esa es la parte que queda después de arriesgar la vida todos los días.

Hace un año, tras el estallido de violencia que sacudió Sinaloa, las policías municipales y estatales fueron rebasadas. Fue entonces cuando entraron al quite la Guardia Nacional, el Ejército y esta Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana que ahora patrulla nuestras calles y colonias. Llegaron para intentar contener lo que parecía incontenible. Y sin embargo, lo que vi no fue una institución todopoderosa, sino un hombre común parado frente a mí, cargando con la tarea de sostener un estado que parece insaciable. Incontrolable.

Pienso en el contraste. Mientras nosotros hablamos de “convoyes”, “operativos” y “presencia federal”, ellos viven con la certeza de que a veces no habrá cama, que dormirán en el suelo, que quizá el desayuno será el mismo durante semanas. Y aun así, están aquí.

Nosotros, en cambio, los dejamos pasar de largo. Los vemos formados en fila, con uniforme y fusil, y los reducimos a un estereotipo: corruptos, abusivos, cómplices. Pero rara vez nos detenemos a pensar en lo que hay detrás de cada casco, en la familia que espera la llamada de la noche, en los hijos que estudian con el dinero contado, en la esposa que administra 6,500 pesos cada quince días mientras él arriesga la vida lejos de casa.

Al final de cuentas, en esta tierra todos sabemos quiénes son los malos. Los malos tienen nombres, rostros, negocios, escoltas y poder. Ellos, en cambio, son los que terminan durmiendo en el suelo, desayunando huevo cocido y patrullando una ciudad que nunca termina de dormir. Quizá lo menos que deberíamos hacer como sociedad es no olvidarlos, no ignorar lo que cargan y, sobre todo, no condenarlos al anonimato de la indiferencia. Porque detrás de cada uniforme hay un hombre, un padre, una familia. Y eso, aunque nos cueste aceptarlo, también debería dolernos.